La primera vez que me sentí grande fue cuando me dí cuenta que le había hecho mal a alguien y no me había importado. La primera vez que sentí que dejé de ser chiquita fue cuando comprobé que había tenido la oportunidad de decidir y decidí cagarme en todo, chau, no me importó, lo hice a sabiendas, tomé una decisión, elegí claramente, aún cuando esa elección implicaba un dolor en alguien. Elegí hacer daño sabiendo que el daño te hace daño. Elecciones, comprobar que la inocencia no es tan inocente, que ya cargaba yo con alguna distorsión de esa bondad, una distorción que me crecía en alguna parte, que mi corazoncito puro y generoso no iba a ser el mismo nunca más... la primera vez en la vida que me cagué en la culpa, en las consecuencias, en el bien y en el mal, en que alguien llore por culpa mía. Y todo por nada, por casi nada.
La consciencia del daño me hizo sentir más grande. Fue un reconocimiento placentero y a la vez perverso. Pero algo seguro, fue para siempre. Sólo algunas veces, algunas maravillosas veces, volví a sentirme tan chiquita, tan pura y genuinamente chiquita como me sentía antes de ser consciente de mi capacidad de lastimar.
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